LA DEMOCRATIZACION DEL PODER JUDICIAL
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Por Julio César Castro ** Fiscal general ante los Tribunales Orales en lo Criminal. Docente de la UBA.
Opinión
La decisión de intervenir en un movimiento renovador, democrático,
popular y participativo, como yo entiendo es el llamado “Justicia
legítima”, implica también una militancia en los pensamientos y posturas
que se tienen respecto de temas más o menos conflictivos, sin que sea
una tibia manifestación políticamente correcta. Es hora de tomar partido
públicamente y apoyar firmemente esta iniciativa, de cambiar las cosas o
al menos de mostrar que no todos estamos de acuerdo con lo que se
entiende por Justicia tradicional. Digo esto para insinuar de alguna
forma el estilo tan “apolítico” de algunos sectores que conforman la
Justicia tradicional, que como ya se sabe de apolítico sólo portan un
cartel, ya que a la hora de fijar posiciones aparecen del lado más
conservador, reaccionario y antipopular que pueda imaginarse. Nunca he
visto militantes del campo popular, progresistas, o defensores de la
justicia social, llamarse apolíticos. En términos más sencillos, todo
autodenominado independiente, apolítico o apartidario encubre a un firme
defensor de las derechas vernáculas, y del statu quo en el que
aprovecha ciertos privilegios. ¿De qué se es independiente en verdad?
Nuestras democracias latinoamericanas, contemporáneas y
posdictatoriales han tenido que padecer gobiernos de transición que
permitieron el pasaje de los genocidas, asesinos, ladrones y cipayos
económicos, a la alegría, la esperanza y el estado de derecho de unas
democracias acosadas por los derrotados, aunque pese a ello hoy a la
distancia merecen reconocimiento de lo que significó el primer juicio a
los militares en un contexto tan difícil y precario. Luego, en nuestro
país, volvieron los ladrones, los amantes del dorado, la pizza y el
champán, el mal gusto y la entrega económica, privatizando todo a su
paso, entre fiestas, y fábricas cerradas. Luego llegaron los
inoperantes, con sus claudicaciones y su vuelta al neoliberalismo, hasta
que en diciembre de 2001 se terminó el juego y las recetas impuestas
partieron rumbo a nuevos horizontes que saquear, con la promesa de
volver en cuanto pudiéramos alzar la cabeza. Luego otra transición
difícil de explicar, con siete presidentes en brevísimos períodos.
Finalmente, alguien desconocido que se ha transformado por sus actos
concretos y acciones directas en un referente ineludible de la historia
argentina. Alguien simplemente distinto y mejor.
Frente a este panorama y la actual lucha por una Argentina
económicamente independiente, políticamente soberana, socialmente justa y
popularmente movilizada, estamos nosotros, los que trabajamos en la
Justicia. Pese a los cambios en estos últimos treinta años, siempre los
medios de comunicación estuvieron del lado de sus intereses, creciendo,
formando monopolios, dictando lo que había que hacer o no hacer desde
sus titulares y el calificativo de cuarto poder pretendía colocarlo a la
altura de las instituciones democráticas, sin que nadie haya votado sus
propuestas y en algunos casos con el único objetivo de hacer sus
negocios a costa de la verdad. Por cierto, hubo y hay excepciones y los
trabajadores de prensa nada tienen que ver con sus empleadores e incluso
algunos diarios, es justo mencionarlo, fueron verdaderos defensores de
la prensa libre y democrática.
Comparto la posición de Luigi Ferrajoli, cuando nos dice que la
crisis de las democracias, por acciones de las recetas neoliberales,
puede encontrarse en unas sociedades fracturadas en grupos mezquinos y
sectoriales, con ruptura de la solidaridad social, con una indiferencia
por la militancia y la participación política. Una degradación de los
derechos humanos y –agrego– del binomio Verdad y Justicia, degradando a
la memoria a un concepto aliado a las revanchas y contra la pacificación
(no puedo dejar de pensar en Instrucciones a los Fiscales, la
obediencia debida, el punto final y los indultos). Siempre,
históricamente acompañado por el discurso de la inseguridad, que se
construye mediáticamente, contra las estadísticas oficiales, y
respaldada por un movilero entrevistando a un familiar del reciente
asesinado. La reiteración hasta el hartazgo de la misma noticia fatal y,
si es acompañada de la queja vecinal, mucho mejor.
La falsa afirmación de que garantismo es igual a inseguridad, y
nuevamente, como nos enseña Zaffaroni, la criminología mediática
condicionando las decisiones del Poder Judicial. Por ejemplo pidiendo
destituciones de jueces por aplicar la ley. En el medio, la ideología
xenófoba, clasista y reaccionaria que se cuela por los intersticios de
los titulares y los comentarios de los comunicadores televisivos.
Se agrega a ello, como segunda razón a considerar, la necesidad de
una despolitización masiva, con la construcción de una opinión pública
direccionada. Una realidad construida desde los medios, casi virtual e
imaginaria. El debilitamiento del pensamiento individual, del tiempo del
pensamiento. Los medios de comunicaciones monopólicos repudian el
pensamiento crítico y le oponen al llamado hombre común, la peor
expresión de la clase media temerosa, el fiel reflejo del burgués
asustado, el más peligroso sujeto antidemocrático. Esto se construye con
la desinformación y con el control en pocas manos de los medios de
comunicación y a través de opiniones interesadas, omisiones, medias
verdades y ya incluso con mentiras, apoyadas en “fuentes confiables”.
Un tercer punto a considerar es la crisis de la participación
política. La idea proyectada de que los jóvenes no participen en
política impide la regeneración de capas dirigenciales, la renovación y
modernización de los conceptos adaptándolos a los nuevos desafíos, y lo
más importante, la imposibilidad de una ideología con otros matices (más
latinoamericanista, inclusivo, regional y con una mejor distribución de
los bienes y las riquezas). Ante ello, los medios masivos aducen
militancias juveniles animadas por recompensas en puestos jerárquicos
(como si todos los miles y miles de jóvenes fueran a formar parte de un
directorio). Jóvenes dirigentes enriquecidos son razones de algunos
medios para desacreditar la militancia, restándoles toda marca de
esperanza romántica y luchadora. Sin olvidar el mítico argumento del
traslado forzado por embutidos, chacinados y bebidas en cajitas. La
llamada política clientelar y la compra de voluntades con planes
sociales o asignaciones familiares y el insoportable argumento del corte
de calles en confronte con el libre derecho del automovilista que
vuelve de trabajar. Una vez más se banaliza el nervio mismo del núcleo
democrático, el derecho a protestar.
El último factor preponderante que pone en crisis el sistema
democrático y participativo es la manipulación de la información y la
decadencia moral de algunos comunicadores. Se ha creado el concepto de
que todo juez que investiga a un funcionario lo hace para consagrar la
impunidad. Es decir, frente a la denuncia periodística, nadie es
inocente. Si el hecho es complejo, la Justicia es criticada por lenta;
si se resuelve rápidamente, no se hizo nada (por cierto en que épocas de
la dictadura nadie efectuaba este tipo de comentarios y menos de los
medios aliados y cómplices). Si se aplica una condena, nunca es
ejemplar, como si la ejemplaridad estuviera ligada a la sensación de
saciedad que una supuesta opinión pública encuentra en el escarnio y
encierro de por vida de un semejante (sin atisbo alguno de
conmiseración, sin saber quién es ese sujeto, identificándolo con las
clases marginales acreedoras de todo maltrato expiatorio). Tampoco se
pregunta, ante una absolución, qué responsabilidad tenemos los fiscales y
los policías en la investigación. Si un hecho se instala, con igual
contundencia y reiteración se emiten juicios de culpabilidad y reproche,
se piden penas eternas, con el aditamento de pudrición de la carne y
sufrimiento sin límite. La pobreza moral de aquellos que requieren
definiciones telegráficas ante problemas existenciales no hace más que
contribuir a la apatía del razonamiento y a la demonización del Estado
de derecho.
En realidad la verdad no importa. La información que transmiten es lo menos trascendental.
Frente a este panorama, ¿qué puedo proponer desde mi apoyo a la
Justicia legítima? Afirmo que: no existe un derecho a la información
“verdadera”, ya que la misma estaría en pugna con la libertad de
información; sólo podemos hablar de libertad de recibir información, Sin
embargo, como dice Ferrajoli, existe un derecho a la no desinformación
consistente en la libertad negativa, es decir, en la inmunidad frente a
las desinformaciones y la manipulación de las noticias. Esta libertad
negativa es el corolario de la libertad de conciencia y de pensamiento,
esto es la de la primera libertad fundamental que se afirma en la
historia del liberalismo y que implica el derecho a la no manipulación
de la propia conciencia provocada por desinformación en torno de los
hechos y a las cuestiones de interés público.
Si nos imaginamos al lector y telespectador de noticias como a un
verdadero consumidor, su derecho a no ser desinformado y a la no
manipulación de las noticias equivale al de no recibir mercancía en mal
estado. Al menos debemos tener el derecho de que se nos advierta con
información veraz y adecuada qué nos están diciendo y por qué, dado que
esto tiene a mi criterio protección constitucional por imperio del
art.42. Si voy a formar criterio, quiero saber desde dónde me dicen las
cosas.
La información es objeto de un interés público autónomo y colectivo
que está ínsito en todos los principios de la democracia participativa, y
es imprescindible que sea transparente, tanto como los ejecutores de
los poderes públicos. Es decir, si requiero transparencia de acción,
también la requiero de la información que me habla de esa acción.
Ya Umberto Eco nos dice que desde hace cuatro décadas la discusión
de la naturaleza de los medios se desarrolla sobre dos temas: la
diferencia entre noticia y opinión o comentario y, por lo tanto, el
problema de la objetividad por un lado; y la afirmación de que los
periódicos son instrumentos de poder controlados por grupos económicos,
que usan un lenguaje encriptado deliberadamente, en cuanto que su
verdadera función no es dar noticias a los ciudadanos, sino enviar
mensajes cifrados a los otros grupos de poder pasando por encima de las
cabezas de sus lectores, por el otro.
Si éstos son algunos de los problemas debemos proponer, dado que no
sólo son locales sino evidentemente regionales (también existen en
Ecuador, Venezuela, Bolivia y en Europa, España, Alemania e Italia, y
por cierto hasta Obama ha tenido algún enfrentamiento con la Fox) alguna
idea que mitigue tanta iniquidad.
Los poderes del Estado deben a todas luces afirmar su razón de ser
en la propia democracia y es menester que las acciones y funciones de
cada poder sean, no obstante el sistema de control republicano de frenos
y contrapesos, manifestación de la voluntad popular. Si se sanciona una
ley como la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, no puede ser
el único tema el art. 161 (desinversión). ¿Qué rol juega el Poder
Judicial frente a la presunción de legitimidad de los actos de los otros
poderes, en cumplimiento de sus funciones propias? ¿Qué acto de extrema
gravedad institucional es superador de la declaración de
inconstitucionalidad? ¿Qué razón permite a un poder del Estado no
definir el fondo de una contienda que es justamente su rol principal?
¿Qué papel está desempeñando, si no es desde lo ideológico, aquel que
paraliza la vigencia de una ley? ¿Qué apolíticos son los que no acatan
la voluntad mayoritaria del Poder Legislativo, máximo exponente de la
representatividad popular? ¿No es acaso un verdadero pronunciamiento
ideológico el que se muestra? Y ante ello, ¿por qué tanta oposición a
democratizar la Justicia?
Es necesario ser independiente no sólo de los otros poderes del
Estado, sino también de los poderes fácticos, económicos y de los
poderes que bajo el ropaje de la imparcialidad, en cada acto, muestran
su cara.
La primera separación debe ser de los administrados más poderosos,
dado que, por su poder, son ellos los que quieren administrar
ilegalmente a través de las tapas de sus diarios y nunca se plantea allí
un conflicto de poderes de manera manifiesta y a plena luz para que la
sociedad vea cómo se dirimen los conflictos y de qué lado está la
Justicia.
Democratizar la Justicia es reconocer el problema de la
concentración de los medios en pocas manos, del papel en pocas manos,
del dinero en pocas manos y de los privilegios que ello implica. Los
jueces y fiscales no podemos ignorar esa realidad tan expuesta con su
ropaje más ofensivo, el de la subestimación.
Dice Ferrajoli, que nada debe saber de la ley de medios y de las
medidas cautelares en Argentina: “Hasta ahora se han incorporado y
confundido en único derecho dos derechos estructuralmente distintos y
entre ellos virtualmente en conflicto: la libertad de información y de
manifestación del pensamiento, que es un derecho fundamentalmente de
libertad de quien hace información y manifiesta el propio pensamiento y
la propiedad privada de los medios de comunicación, que es un derecho
patrimonial singular de la empresa periodística o televisiva. El
resultado es una inversión de la jerarquía constitucional de los
derechos: la libertad de información y de expresión del pensamiento, que
es la más clásica de las libertades fundamentales, resulta de hecho
sometida a un derecho poder, como es el de la propiedad de los medios,
que tiende a autoidentificarse con la primera”.
La idea de Justicia popular se ha identificado siempre en estas
geografías como acción ilegal y revanchista de grupos insurrectos, nulas
de todo ritual garantizador. En realidad, a ciertos sectores
conservadores de la derecha neoliberal argentina lo que les molesta son
las palabras sueltas, “Justicia” y “popular”; lo justo les resta
privilegios y lo popular, les quita riqueza. Las dos juntas les son
intolerables. Prefiero identificar la Justicia legítima con la Justicia
popular, entendida como defensa de los más débiles para darle a cada uno
lo que le corresponde, no solo por mérito, sino por derechos humanos
básicos y elementales.
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