Año 6. Edición número 256. Domingo 14 de abril de 2013
Hacia el fin de los privilegios.
 
Parece innegable que el derecho no se caracteriza por la “corrección” de sus postulados, menos aún de las decisiones judiciales ni por contener una estructura argumental unívoca, sencilla, unánime, semejante a la rigurosidad matemática; muy por el contrario, esta pretensión fracasa justamente allí donde el material normativo no es sencillo, ni unánime, y menos aún unívoco. Por ello la tentación de algunos de monopolizar la respuesta correcta exhibe sin más una cuota de soberbia, además de un lugar definido desde el que se profiere la enunciación. Las encendidas palabras de rechazo a la propuesta de reforma judicial confina a sus propaladores al escenario del profundo rechazo de todo aquello que comporte ensanchamiento de la intervención popular. 

Cuando los resortes más aceitados y ordenados de la derecha censuran, léase desde el discurso de la política o desde la pretendida dogmática constitucional, la implementación de una reforma tan trascendente no hacen más que militancia por la conservación de espacios de poder a espaldas del pueblo, sean ellos sus benefactores o en el mayor de los casos resultan ser portadores del habla de un otro. No descarto que toda reforma legislativa pueda albergar censuras o simpatías, señalamientos y objeciones, pero de allí a la demonización, o hasta la ridiculez de comparar este tiempo con el terrorismo de Estado hay un abismo insalvable.

Se han oído argumentos francamente endebles y falaces, obviamente acompañados de un barniz de legitimidad académica de aquellos que todo lo juzgan inconstitucional si proviene del partido gobernante. La Constitución es un texto y como tal exigente de interpretación. El desentrañamiento del “sentido” de ese texto ordenador sólo puede provenir de un ejercicio de lectura que el pueblo construye en el escenario histórico, pues detrás de esa cadena de palabras que dotamos de “sentido” hay determinaciones y restricciones que condicionan una lectura posible de la ley. Cuando el Parlamento se permite discurrir acerca del aborto, de la igualdad de género, de la despenalización del consumo de drogas, no lo hace en nombre propio, sino en nombre de ese otro por el cual puede hablar: el pueblo. Cualquiera fuere la solución normativa que se adopte deberá pasar por el insoslayable tamiz de aceptación popular. Lo mismo vale con la reforma judicial, que no es producto de un zigzagueo espasmódico o visceral, sino de una toma de conciencia colectiva de que la justicia es un lugar herrumbrado, corroído, endogámico, corporativo y profundamente clasista. Hacia allí fue justicia legítima.

La medida más resistida es la reforma al Consejo de la Magistratura, pretendiendo tildarla de colonización de la justicia o de preparación para la ulterior impunidad del gobierno. Miserable lectura si las hay. También se impugnó la modificación de las mayorías para adoptar decisiones válidas, que pasarían de los 2/3 a la mayoría absoluta (50%+1) y un sistema que electoralice un órgano que supuestamente la Constitución planificó bajo un estatuto corporativista. Entiendo que las huellas discursivas de la crítica son profundamente antidemocráticas. En efecto, si el pueblo elige por mayoría sus representantes y ello garantizará impunidad a los representantes de esa mayoría popular, ¿no es acaso decir que el pueblo ejerce su soberanía popular para amparar delincuentes? De allí a la promoción del voto calificado, tan sólo un paso. Además la Constitución no impide que la selección de los consejeros provenga del sufragio universal; de allí que esforzados mecenas de quien sabe que intereses apelen a una retórica constitucional falaz, pero reproducida tantas veces en escenarios comunicacionales que terminen convenciendo a los rehenes de tales medios.

Sobre las mayorías bien recordaremos la virtual paralización del cuerpo para seleccionar ternas de jueces en aquel octubre del 2012, orquestada la maniobra entre jueces de la Cámara Federal que elegían subrogantes en oposición a la Ley 26.376, y los extractos de una oposición en el Consejo que incluía la más rancia derecha abogadil, una facción de la magistratura comprometida con la autoreferencialidad de la endogámica familia judicial, y representantes de la política que oficiaban de modestos mercenarios de intereses corporativos. Entonces ¿dónde radica la objeción de que las decisiones se adopten por un sistema igual al de la Constitución Nacional?
Las medidas cautelares también han sido agudamente impugnadas. Se ha dicho que limitarlas contra el Estado importaría que los jubilados y los que otrora se denominaron “amparistas del corralito” no podrían obtener cobertura contra violaciones a sus derechos constitucionales. Otros sostuvieron también que el Estado no puede –en ningún caso– limitar temporalmente las medidas cautelares. 


Ahora bien, el proyecto restringe cautelares cuando se dirigen a proteger anticipadamente aspectos estrictamente económicos, vinculados a una predicada agresión económica del Estado canalizada a través de una norma. Lo que está en juego en esos casos son ecuaciones económico-financieras de empresas o personas que bien podrían aguardar una solución definitiva del pleito, o en todo caso, obtener protección pero limitada en el tiempo. No se niega el derecho a defender intereses económicos, de lo que se trata es de no paralizar la voluntad popular so pretexto de tales intereses. Muy distinto es el derecho humano a la propiedad, con consagración constitucional, que abarca el uso y goce de los bienes, que no son más que cosas materiales apropiables, u objetos intangibles, y todo derecho que pueda formar parte del patrimonio de una persona como condición inescindible para desarrollar una experiencia vital digna. Un jubilado que pide protección judicial no está alcanzado por las disposiciones limitativas, como tampoco lo estarían aquellos que ven afectado su patrimonio de tal manera que estuviera en riesgo su desenvolvimiento vital. Entonces hay aclarar con suficiente honestidad hacia dónde se direcciona esta reforma. Finalmente el Estado tiene potestad para limitar en el tiempo las cautelares, y lo hace en un supuesto del que mucho no se habla: la prisión preventiva, cautelar de las más dolorosas que afectan la libertad ambulatoria sin existir aún una condena, por lo que ya existen limitaciones y éstas, en tanto razonables, son inobjetable constitucionalmente.

Lo último que quisiera compartir es el tema de las cámaras de casación, cuya crítica es que lentificaría el trámite judicial. Aquí advierto un argumento anticipado y de futurología difícil de sustentar. Las cámaras de casación son tribunales de unificación de estándares y de afianzamiento de certeza en la aplicación del derecho, que bien pueden funcionar con éxito acoplados a reformas procesales tendientes a acelerar los pleitos. También se dijo que su creación sería inconstitucional porque afectaría la autonomía porteña en relación a que su poder judicial debe regularlo su legislatura. Veamos, el art. 75.12 de la Constitución fija competencia a las provincias para dirimir causas que refieran al derecho común, léase causas penales, civiles, laborales, comerciales, pero omitió referirse la norma a la ciudad de Buenos Aires, como sí lo hizo en otras normas constitucionales que se compatibilizaron con la creación del estatus de la CABA (art. 129 de la C.N.) Por su parte la ley Cafiero (24.588) reguló los intereses federales en la C.A.B.A., entre los que estaba el Poder Judicial y su progresivo traspaso. El tema es complejo y excede esta nota, pero en última instancia, si las competencias de casación creadas por el proyecto merecieran un futuro traspaso a la CABA, el asunto quedaría saldado.  

Estoy convencido que los que bregamos por una justicia del y para el pueblo debemos adoptar una postura militante para comunicar con sencillez y honestidad las bondades de un proyecto que, siempre mejorable, pretende hacer más democrática la justicia.