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Los 150 años de la Corte Suprema
Por José Massoni ** Ex juez y camarista, ex titular de la Oficina Anticorrupción.
El próximo 26 de febrero, el presidente
de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Ricardo Lorenzetti,
encabezará, en la sala de actos de Talcahuano 550, la conmemoración de
los 150 años de funcionamiento del Máximo Tribunal (las mayúsculas son
del anuncio en su Centro de Información Judicial). No queda muy clara la
elección de la fecha, tres días antes del tradicional discurso
presidencial de apertura de las sesiones ordinarias del Congreso, cuando
la fecha del “cumpleaños” es casi ocho meses después, el 15 de octubre,
según se estableciera durante la presidencia del doctor Humberto Illia.
De todos modos, siempre deben ser bienvenidas las ocasiones para
rememorar la trayectoria de instituciones de la República.
Es de desear que un repaso de la actuación de la Corte en este siglo y
medio tenga la sustancia analítica que nuestra situación política
facilita, luego de treinta años de funcionamiento de los organismos
democráticos previstos por la Constitución. Si así se hiciera, debiera
ponerse a la consideración de la ciudadanía una visión de la actuación
que le ha cabido a la cabeza de la Justicia nacional en el trabajoso, a
veces trágico, a veces catastrófico proceso que han vivido los
argentinos hasta llegar a estos días.
Una primera evaluación global debería dejar claro que, a partir de la
instauración de su primera integración, cuando Buenos Aires retornó al
país, siendo presidente Bartolomé Mitre, las sucesivas composiciones del
tribunal han sido partícipes necesarios principales en la conformación
de una corporación que, habiendo estado siempre atenta a los intereses
de las clases social y económicamente dominantes, fue alimentando una
consecuente postura de proteger, a un tiempo, los intereses propios.
Siempre, obviamente, bajo un discurso de servir a la ley, la equidad, la
justicia, la república, en un contexto de intangible independencia de
influencias políticas. Discurso en el que, es muy probable, genuinamente
creyó la mayoría de los funcionarios que pasaron por los variados
estamentos del aparato judicial.
Si lograran ubicarse afuera, observar desde la sociedad que no cree
en la Justicia, verían que con razón ella la estima una zona esotérica,
porque no la entiende, y temible, porque si llega hasta ellos es para
castigarlos física o económicamente. El producto social “poder
judicial”, ya terminado, consiste aún en el desconocimiento mutuo entre
el mundo judicial y la casi totalidad del pueblo argentino. Habitan dos
universos paralelos, uno superior, otro inferior, que no se tocan, aun
cuando cada cual tenga noticia de la existencia del otro. Hemos dicho y
entiendo que fundado, antes de ahora (La Justicia y sus secretos, 2007)
que detrás de las formulaciones de ejercicio del gobierno de la
república por tres poderes independientes, en el Judicial “hay algo, un
aire, un hedor, una idea difusa no expuesta, un elemento emocional y
visceral escondido, que hace que las conductas no deriven en actos que
respondan a una esencia republicana, sino que tienen un perfume de
aquellos viejos ancestros coloniales hispánicos, que de una u otra
manera han sobrevivido y aparecen en los intersticios de los ladrillos
con los que se construye la república, a veces con tanta proximidad que,
en especial en su piso, conforman una alfombra sobre la que transita la
realidad de la vida judicial de los argentinos” y recordábamos –por su
insospechado liberalismo– las palabras de Alvaro Vargas Llosa opinando
sobre Latinoamérica: “La Justicia es como la serpiente: sólo muerde a
los descalzos”.
Sobre la responsabilidad histórica de la Corte Suprema en haber
construido y dirigido una corporación durante un siglo y medio, no
debemos hacernos demasiadas ilusiones con el próximo discurso del
presidente de la Corte actual. En la última cena de la Asociación de
Magistrados, el 14 de diciembre pasado, expresó: “No somos una
corporación, somos un poder del Estado... las corporaciones defienden
sus propios intereses. Nosotros defendemos los intereses de los
ciudadanos y eso es parte de la tarea del Poder Judicial, porque así nos
lo manda la Constitución. Eso requiere esfuerzo y una actividad en la
que los jueces estamos comprometidos”.
La ideología de la Corte, como es natural, produjo hechos a lo largo
de la historia. La Corte de la Constitución de 1853 funcionó sin mayores
sobresaltos cuando “el régimen” gobernaba el país, aunque hubo
“detalles” que pasaron de largo, como por ejemplo la Ley de Residencia,
la 4144, que establecía en su artículo 2: “El Poder Ejecutivo podrá
ordenar la salida de todo extranjero cuya conducta comprometa la
seguridad nacional o perturbe el orden público”. La decisión no requería
fundamento alguno, el sindicado tenía tres días para abandonar el país,
a partir de los cuales era puesto preso “hasta el momento del
embarque”. Sin comentarios.
Con coherencia, no acompañó al radicalismo que había arañado el
gobierno –que no el poder– y en 1930 produjo la más famosa y
trascendente acordada de su historia, la del 10 de septiembre, por la
que avalaba el golpe militar contra al gobierno de Hipólito Yrigoyen y
de ese modo el primer quiebre, por la fuerza, del orden constitucional.
De ahí en más, esa doctrina permitió sustentar todos los golpes
militares que asolaron la vida política del siglo XX, hasta el último,
de cuyos descomunales destrozos aún luchamos por desembarazarnos,
sabiendo que para decenas de miles de vidas el mal fue definitivo.
Así fue como el tribunal cambió varias veces su integración completa
en un solo acto del poder político. Pero, sustancialmente, fue siempre
la misma, porque el andamiaje judicial funcionaba como servidor del
poder real, que con distintos títulos emergía utilizando a las Fuerzas
Armadas ante cada avance democrático con protagonismo popular.
Inutilizado el instrumento armado por la última dictadura y vuelta la
democracia formal, luego de cinco años prolijos y anodinos sin salir de
su esquema funcional, el tribunal se convirtió en pieza imprescindible y
fue entusiasta ayuda de los nuevos golpistas: el capital financiero
internacional y sus socios argentinos. El desguace del Estado, la deuda
externa y la entrega del país a las corporaciones internacionales
tuvieron su imprescindible auxilio.
Hace una década, por renuncia o juicio político, el país se
desembarazó de los ministros que hacían mayoría para el FMI y acólitos.
El presidente, que designó nuevos miembros dejando dos vacantes libres
para reducir de hecho el tribunal a siete ministros en lugar de nueve,
acudió a un procedimiento sin precedentes: sus propuestas quedaron a
consideración del escrutinio público más amplio, antes de ser
presentadas formalmente al Senado nacional.
Los últimos tiempos destacan por la positiva (mundialmente ejemplar)
investigación, enjuiciamiento y decisiones –condenatorias o
absolutorias– relacionadas con los delitos de lesa humanidad cometidos
durante y en los prolegómenos de la instauración de la dictadura en
1976. Pero ello, con participación judicial imprescindible, en el
panorama general es mérito fundamental de la resolución de los poderes
populares, que acabaron con las leyes de obediencia debida y punto
final, y del empuje tenaz de la unidad especial del Ministerio Público
Fiscal. Más y esencialmente en los treinta años de lucha de los
organismos abocados a la defensa de los derechos humanos y,
especialmente, de los allegados a las víctimas y de las Madres y Abuelas
de Plaza de Mayo.
Pero el Poder Judicial en su conjunto sigue con su esencia de cuño
colonial, nacida como una elite apéndice del virrey. Este, ahora, son
los poderes económicos y sociales y sus voceros y conductores
ideológicos, los grandes medios de difusión. Hay alguna mala noticia
reciente. En la puja judicial que mantiene el Poder Ejecutivo desde hace
tres años para aplicar una ley dictada por el Congreso con una mayoría
aplastante, luego de una discusión masiva a lo largo y ancho de todo el
país, recusó a dos camaristas ostensiblemente vinculados con el Grupo
Clarín, el multimedio contraparte que se niega a aceptar la norma
nacional vigente.
La Comisión de Independencia Judicial (hasta donde se
sabe, un sello que oculta que algunos ministros de la Corte, sus
impulsores, no lograron la firma de todos sus colegas) y la Asociación
de Magistrados publicaron un documento de difícil calificación, en el
que en “defensa de la independencia judicial” llaman al Poder Ejecutivo
“a cumplir estrictamente con el artículo 109 de la Constitución nacional
–el que atañe a esa independencia– y ejercer sus facultades como poder
del Estado dentro del marco de las reglas procesales, evitando el uso de
mecanismos directos o indirectos de presión sobre los jueces que
afecten su independencia”. Esa actitud tomó forma, días después, en la
tradicional cena anual de la Asociación de Magistrados, a la que no se
invitó a ningún representante del Poder Ejecutivo y sí a Certal, una
entidad dependiente de Cablevisión y por ende del Grupo Clarín, donde
(suponemos que a los postres) Lorenzetti proclamó lo que recordábamos
acerca de que “no somos una corporación”.
Pero hay una muy buena noticia final, propia del contexto político
generado por la sociedad a esta altura de treinta años de democracia. El
espectáculo que montaron, rayano con lo ridículo, suscitó un
acontecimiento sin precedentes en los 150 años que anticipadamente se
festejan. Se produjo la reacción, primero, de 200 magistrados y
académicos que firmaron una solicitada clamando por una “Justicia
legítima”, apartándose explícitamente del rol asumido por altos
magistrados, con decisiones jurídicamente insostenibles favorables a los
poderosos oligopolios mediáticos, que pretenden desestabilizar la
democracia. Unos días después, 300 magistrados y 380 funcionarios
judiciales más se sumaron al impulso democratizador, en una insólita
conducta de rebelión contra sus “superiores”, que desde el fondo de los
tiempos actúan como tales y también son una poderosa fuente atentatoria
contra la tan proclamada independencia judicial. El comunicado por ellos
difundido el 4 de enero expresa, como respuesta, la idea de generar la
construcción de un nuevo sistema judicial, más democrático y por ende
cercano a los intereses de la comunidad, a través de radicales reformas,
por caso en la elección de los jueces y acerca del intrascendente rol
que juega el Consejo de la Magistratura. El próximo 27 y 28 de febrero, a
partir de las 14, se reunirán con los ciudadanos que libremente quieran
participar, para debatir propuestas, en la Biblioteca Nacional.
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