EL PAIS › LA DEMOCRATIZACION DEL PODER JUDICIAL
Primeras ideas
Con esta nota, el Diario Página/12 inauguro un espacio de debate sobre los cambios en la Justicia.
Por Mario Alberto Portela ** Juez del Tribunal Oral Federal de Mar del Plata
Opinión
El Poder Judicial, que de eso tratamos al hablar pomposamente de “la
Justicia”, es una faceta de un único fenómeno que es el poder del
Estado, en su antiguo sentido westfaliano. Como el poder es indivisible,
el Judicial es una simple arista de ese complejo abstracto que resulta
la característica de cualquier nación soberana, tomada esta expresión
con las debidas reservas.
El “Poder Judicial” ha sido concebido por nuestros padres fundadores
como contramayoritario, esto es, formado por operadores que no son
electos popularmente, que son vitalicios y que gozan de ciertas
garantías como la estabilidad en el cargo y la intangibilidad en sus
sueldos. Esto replica los preceptos de la Constitución estadounidense
que fue prevista para un entorno político y social sustancialmente
diferente. Este consistía en la necesidad de los comerciantes y
latifundistas enriquecidos, luego de la guerra por la liberación
colonial contra Inglaterra, de preservar sus privilegios económicos
frente a las mayorías empobrecidas constituidas por la gente de a pie
que había peleado en esas luchas.
Tanto el Senado que representaba a los
Estados, cuyos miembros eran elegidos en forma indirecta, como los
jueces debían ser los diques que protegieran la propiedad de las
minorías ricas contra los presuntos avances de las mayorías más pobres.
Esta interpretación contextual no tenía nada que ver con nuestra
realidad posterior a Caseros y a la incorporación de la provincia de
Buenos Aires a la Confederación. Nadie tenía necesidad de velar por los
excluidos, gauchos, inmigrantes y habitantes de los suburbios, ya que el
proyecto de 1880 no los tenía en cuenta como actores políticos ni como
sujetos de derecho. De allí que la adopción del control difuso de
constitucionalidad fue una interpretación efectuada por nuestra CJJN
descontextualizada, que nada tenía que ver con nuestra realidad y como
consecuencia fallida, como tantas otros interpretaciones
constitucionales.
Los operadores del derecho deben trabajar para reducir conflictos
dentro de los márgenes de su realidad vital, que en nuestro país deben
pasar por ampliar la base de participación ciudadana, más derechos y
mejor acceso a la posibilidad de soluciones y consecuentemente
enfrentarse con poderes que por fuera del Estado tratan de doblegarlo
para imponer sus propios intereses particulares. No es casual que el
recurso de amparo, tan en boga en nuestros días, haya surgido para
“frenar” la apropiación de una empresa por parte de sus trabajadores
(caso Kot).
En otros países han surgido movimientos tendientes a reformular el
uso del derecho, así en EE.UU. los “Critical legal studies”, en Italia
el “uso alternativo del Derecho”, en España las construcciones de Jueces
para la Democracia, en Alemania la escuela crítica de Francfort, en
Francia los jueces luchando contra los negociados de ELF a través de la
acción de la magistrada Eva Joly, entre otros. Con menor visibilidad,
pero con igual fracaso, desde hace años un grupo de docentes de Teoría
del derecho con base en Córdoba, Rosario y Mar del Plata trabajamos en
ese sentido y también me tocó exponer esta visión lateral en el XXII
Congreso Mundial de Filosofía del Derecho y Filosofía Social celebrado
en Granada en el año 2005. El éxito estuvo lejos de acompañarnos, pero
sembramos entre todos las semillas de una visión diversa, la que pide
una mirada comprensiva sobre los usuarios del sistema normativo más que
sobre los operadores y que trata que éstos decidan con parámetros que
impliquen una mayor inclusión social de los que están obligados a
permanecer en silencio en estas cuestiones.
Para cumplir con estas tareas, ineludibles por existir un fuerte
basamento ético y constitucional en apoyo, el juez debe tener
protagonismo, debe ser conscientemente activo y asumirse como un actor
político, sin que ello obste a su independencia externa. La consecuencia
es que debemos ser intérpretes críticos de la legalidad y no sus
simples lectores complacientes. Pero para esto es preciso olvidar
ciertos rasgos de nuestra cultura jurídica que sólo percibe el derecho
como un sistema de reglas, para incorporarle una nueva cultura
introductora, al menos, de los principios que permitirán una mejor
interpretación constitucional desde un punto de vista de la
razonabilidad (racionalidad sustancial).
El primer paso, entonces, para democratizar la Justicia pasa por
obtener una mirada distinta por parte de los operadores acerca de el
sistema normativo de suerte que no se pierda la posibilidad de hacer de
él un uso expansivo y distinto del que nos han enseñado, sin temer por
las críticas que defienden intereses desde una postura de aparente
neutralidad. Ojos mejores para ver la patria, clamaba Lugones,
simplemente se requieren ojos distintos para ver las normas.
Esta primera base filosófica debe ser completada por un arsenal
legislativo que acompañe estos nuevos aires. La designación de los
magistrados que se realiza por el sistema de concursos tiene el
inconveniente que los mismos se toman y evalúan como si se tratara de la
elección de docentes de la universidad pública, en un examen de
antecedentes que privilegia cuantitativamente cursos y cursitos de
posgrado que carecen de criterios unificadores respecto de su real valía
académica y por la resolución de un caso cuya solución puede ser
controvertida y que no refleja ni de cerca la verdadera actividad
judicial.
No se tienen en cuenta para nada algunas habilidades básicas
de un juez, como la capacidad de gestión, la aptitud para la delegación,
la conformación de equipos de trabajo diversos y la necesidad de que
ejerza la jefatura de funcionarios y empleados con firmeza, pero con
empatía para evitar conflictos graves. Ni siquiera menciono la necesaria
visión respecto de la igualdad de género, la visión homocéntrica del
derecho y los criterios de igualdad y creatividad que debe imponer
diariamente como así la virtud de la integridad que implica que las
partes deben saber cuál es el criterio de quien debe resolver su
conflicto y que éste debe mantener cierta estabilidad, salvo
modificación argumentativamente fundada.
Esto implica que todos los empleados deben ser designados mediante
concursos públicos objetivos y acordes con las responsabilidades que
tendrán a su cargo para así dejar de lado las familiaridades y
amiguismos que han hecho del estamento judicial un poder corporativo en
el peor de los sentidos de la palabra, la defensa de los propios
intereses. Hay que enfatizar las jurisdicciones que ya han adoptado este
sistema (la provincia de Santa Fe en lo que conozco) y recientemente el
criterio establecido por el Ministerio Público de la Defensa que no
cabe duda se enmarca en esta saludable discusión que recién comienza.
A su vez los jueces no deben tener, salvo los de Corte o Tribunales
Superiores, jerarquías entre sí porque somos todos iguales y no es
democrático que “superiores” presionen con la excusa de la
superintendencia a “inferiores”, tal como suele ocurrir en la realidad,
provocando uno de los más groseros y silenciados ataques a la
independencia. Por superintendencia se asignan o se sacan empleados, se
distribuyen recursos, equipamiento y hasta causas, se realizan
inspecciones con mayor o menor rigurosidad de acuerdo con la adaptación
sistémica de los magistrados “inferiores”, sujetos de tal destrato. Esta
igualdad debe ser también en los salarios.
Los mecanismos de destitución o disciplinarios deben tener en cuenta
los resultados razonables del trabajo cotidiano, número de sentencias
dictadas por año, revocaciones por motivos serios, aplicación de
criterios que permitan descongestionar los trámites, trato con los
litigantes y con empleados y funcionarios. Los jurados de enjuiciamiento
no son sólo para casos de corrupción, sino también para la evaluación
seria del trabajo realizado, que debería ser un sinónimo de eficacia en
la gestión.
Claro está que todos los jueces deben ser electores de sus propios
consejeros ante el Consejo de la Magistratura, que a su vez deben
representar a los magistrados y no a los partidos políticos, oficialista
u opositores, ni a los abogados.
Los conflictos sometidos a la jurisdicción deben ser resueltos
siempre con la prevención necesaria para que no existan influencias
derivadas de cuestiones que tienen que ver con lo académico (pertenencia
a cátedras, asistencias pagas a congresos, turismo disfrazado, etc.) o
con lo personal (respeto intelectual a los firmantes de los escritos que
a veces son vendedores de humo judicial).
Por supuesto la famosa y declamada independencia judicial debe serlo
respecto de las partes, de los medios que adelantan soluciones previas
al juicio, de las presiones de supuestas instituciones rectoras
(academias, centros de estudio, opinólogos variopintos) o de intereses
económicos difusos y poco visibles. En casi veinte años de camarista
federal jamás recibí un solo llamado del Poder Ejecutivo o de legislador
o influyente político alguno, pero sí fui amenazado por más de veinte
pedidos de juicio político por parte de perpetradores de delitos de lesa
humanidad en la Mar del Plata de los años ’70, por demandas civiles,
denuncias penales y por campañas periodísticas locales con el claro
objeto de torcer el esclarecimiento de la verdad procesal. Lo mismo
ocurrió, y fue denunciado el 21 de diciembre del año pasado por el TOF 1
de La Plata, por un medio nacional en el juzgamiento de la causa del
circuito Camps mientras subrogaba en esa ciudad. La denuncia se efectuó
ante la Comisión que protege la independencia judicial y que tiene su
sede en la Corte Suprema de Justicia, que hasta la fecha no recibió el
oficio respectivo.
Estas son ideas para iniciar un debate de cara a la sociedad a la
que nos debemos y que merece que sus jueces sean verdaderos actores
sociales y políticos para mejorar la inclusión de quienes tienen sus
necesidades básicas insatisfechas y carecen de un adecuado acceso a la
Justicia. Eduardo Galeano nos advierte que en 1948 y en 1976 las
Naciones Unidas proclamaron extensas listas de derechos pese a que la
mayoría de la humanidad no tiene otro que no sea ver, oír y callar. Por
eso invita a delirar, para poder clavar los ojos mas allá de la infamia,
cosa de adivinar otro mundo posible. Y ese delirio tiene mucho que ver
con lo que los jueces hagamos, ya que, entre otras actitudes, incluye
que “nadie será considerado héroe ni tonto por hacer lo que cree justo
en lugar de hacer lo que más le conviene; el mundo no estará en guerra
contra los pobres sino contra la pobreza; nadie morirá de hambre porque
nadie morirá de indigestión; la educación no será el privilegio de
quienes puedan pagarla; la policía no será la maldición de quienes no
puedan comprarla; la justicia y la libertad, hermanas siamesas
condenadas a vivir separadas volverán a juntarse”.
Finalmente, como un
mandato que actúe sobre el optimismo de nuestra voluntad, nos pide que
si bien “la perfección seguirá siendo el aburrido privilegio de los
dioses, en este mundo cada noche deberá ser vivida como si fuera la
última y cada día como si fuera el primero”.
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