OPINION
Por Jorge Auat ** Fiscal general a cargo de la Unidad fiscal de coordinación y seguimiento de las causas por violaciones a los derechos humanos cometidas durante el terrorismo de Estado.
Por Jorge Auat ** Fiscal general a cargo de la Unidad fiscal de coordinación y seguimiento de las causas por violaciones a los derechos humanos cometidas durante el terrorismo de Estado.
Cuando el 6 de diciembre del año pasado la Comisión Nacional de la
Independencia Judicial junto con la Asociación de Magistrados y
Funcionarios de la Justicia Nacional, entre otros, publicó el comunicado
declamando y reafirmando la independencia del Poder Judicial, la que
está garantizada por la propia Constitución conforme ellos mismos lo
señalan, tuve la convicción de que estábamos en presencia de una
expresión más del espíritu corporativo cuyo ADN se evidencia –aunque
quizá como nunca antes– en cada circunstancia en la cual la Justicia se
saca la venda. Cuando se recluye, cuando no puede dar explicaciones, ahí
el ropaje jurídico le sirve de coartada.
Esto produjo una reacción en cadena de singular magnitud: éramos
muchos los que no teníamos nada que ver con ese comunicado. No nos
sentíamos representados. Y en consecuencia nació el foro de
autoconvocados que disparó una discusión que en rigor estaba postergada,
o peor aún, deliberadamente ignorada: había que cambiar la historia. Y
claro, era la oportunidad. Estamos en estado de emergencia institucional
y hay que instalar la discusión para un urgente cambio de paradigmas.
Sin duda muchos tuvieron ataques de tos. Estábamos alborotando el
gallinero y les había llegado la hora: terminar con privilegios
oprobiosos que irritan a la sociedad y generan consecuentemente un
rechazo visceral que profundiza y agudiza el desprestigio. El comunicado
del 6 fue una carta marcada, la jugada era evidente. Entre tantos
ditirambos por la independencia judicial había un grito que no se podía
silenciar, que era el de la corporación. Tanto es así que se cura en
salud: “... esta manifestación no puede ser confundida con la defensa de
intereses corporativos”. Como me dijo un amigo alguna vez: “Jugá la
carta que te la vi”.
El funcionamiento corporativo del sistema judicial no es moco ‘e
pavo. Conspira gravemente contra el Estado de Derecho. Esa corporación
fue –como tal– funcional a las dictaduras. Lo decía con claridad José
Massoni hace unos días en este mismo espacio: desde el año 1930 en
adelante compartieron la marquesina con los gobiernos de facto. Fueron
operadores eficaces de los estados policiales y creo no haber escuchado
nunca en aquellos tiempos ignominiosos que se haya reclamado
independencia judicial.
Es más, un testimonio cabal de la patología que
describo lo constituyen las causas por los crímenes de lesa humanidad:
magistrados y funcionarios ponían cepos insalvables para avanzar en las
investigaciones y esto no era otra cosa que el cuño de la corporación.
En esas causas hay nombres de jueces, fiscales y secretarios
directamente vinculados con los hechos. Las denuncias en el Consejo de
la Magistratura corrían la misma suerte que las causas que las
motivaban. Casos graves, quizás el más emblemático fue el de Olivera
Pastor en Jujuy, un secretario a cargo del juzgado cuyo expediente
estuvo más de tres años en manos de un consejero sin trámite, paralizado
hasta que renunció por una movilización de los organismos de DD.HH. y
de la Tupac Amaru. Todo ello con pleno conocimiento de la Cámara Federal
de Salta que tiene superintendencia en esa jurisdicción. Inclusive, uno
de sus integrantes, Renato Rabbi Baldi Cabanillas, ensayó una defensa
de ese juez en la Comisión Interpoderes de la Corte, con argumentos
inadmisibles.
Cómo no se iba a enseñorear la impunidad en semejante
escenario. Nos cacheteaba la cara, nos hacía un corte de manga. En
definitiva, una muestra impúdica del poder corporativo, el último y el
más estratégico de los instrumentos para garantizar esa impunidad. Los
procesos judiciales por los crímenes de lesa humanidad han sido y son
quizás el lugar más patético donde se desnudó la corporación.
Allí
también se oía con frecuencia “independencia judicial”. Claro, cómo no
van a huir por ese camino, si la estaban poniendo a prueba. Había que
rendir cuentas y ése era el problema. Cuando se habla tanto de la
independencia me viene a la memoria una expresión de Scalabrini Ortiz:
“Quieren liberar a los argentinos de la intromisión de los argentinos”.
Hubo un episodio que encaja cono anillo al dedo con lo que vengo
describiendo, que pinta el poder de la corporación: para cubrir una
vacante en la Cámara de Casación Penal, al margen de la ley aplicable al
caso –que establece un mecanismo de sorteo entre los jueces de las
distintas Cámaras del país–, Luis Cabral, presidente de la Asociación de
Magistrados y Funcionarios (antes miembro del Consejo de la
Magistratura reemplazado por Ricardo Recondo y éste antes presidente de
la Asociación, es decir un cambio de funciones) fue propuesto por uno de
los integrantes de la propia Cámara, Raúl Madueño, quien no sólo llevó
la propuesta, sino que además votó a favor de su incorporación. A una
presentación que hice como fiscal cuestionando esa designación –antes ya
lo había hecho el CELS–, la Cámara lo ratifica y el propio Cabral está
presente en la deliberación. Un ejercicio de musculatura de la
corporación que marca claramente quién tiene el Poder (corresponde
aclarar que el juez Alejandro Slokar votó en disidencia).
El poder corporativo tiene hacia adentro un tinte casi pastoral que
le da vigor, permanencia y vigencia, y es por eso que el comunicado que
firma la Asociación (de la que soy socio) lo hace en mi nombre y el de
todos, porque la tecnología de ese poder le permitió hablar en nombre de
todos, del rebaño, siguiendo a Foucault.
Viene bien, a propósito, citar a Alberdi en su Peregrinación de luz
del día, parangonando a la libertad con la tan mentada independencia
judicial de la que hablamos: “Aunque impotente y confinada en la
inacción, ella vive disputada por dos clases de enemigos o
pretendientes, a saber: los bribones de un lado y los imbéciles de otro.
Los unos la explotan so pretexto de servirla, los otros acaban de
arruinarla so pretexto de defenderla. El jefe de los primeros, siento
decirlo, es nuestro amigo Tartufo; el de los segundos, es nuestro Don
Quijote”. Pobre Independencia.
Desde luego no es fácil salir del rebaño. Es probable un escenario
de réprobos y salvos. Pero si no lo intentamos, esto no cambia. El
desafío está lanzado, no hay vuelta atrás. A partir del 27 nada va a ser
igual. “No preguntes por quién doblan las campanas. Doblan por ti.”
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