Un espacio de debate sobre los cambios en la Justicia.
Por Rodrigo Borda, Mariano Gaitán y Alan Iud *
Opinión
1 El impacto
político y social que tuvieron algunas decisiones judiciales en casos de
innegable trascendencia pública parece haber propiciado la oportunidad
para desarrollar un debate largamente postergado que involucra las
cuestionables prácticas de nuestro sistema judicial y la necesidad de
promover su reforma. Que este proceso conduzca efectivamente a alguna
transformación sustantiva dependerá, en gran medida, de la decisión de
nuestra dirigencia política, fundamentalmente de quienes están
actualmente a cargo del gobierno. Pero esto no significa que deba
subestimarse la necesidad de fortalecer la instancia de un debate
público que resulta imprescindible para dotar de contenido las
decisiones de gobierno que se adopten en la materia y, también, para
evitar que esta discusión se transforme en una cuestión meramente
coyuntural.
En este contexto, resulta determinante –y muy loable– que un sector
significativo de la Justicia se interese por discutir estas cosas y
cuestione la actitud más conservadora de sus pares. Sin embargo, es
necesario que intervengan en el debate otros actores (partidos
políticos, organizaciones de la sociedad civil, asociaciones
profesionales y gremiales y universidades) que contribuyan a enriquecer
la discusión con su mirada externa. Los cambios en la Justicia no
deberían quedar supeditados a una improbable autorreforma judicial.
Poner en evidencia los injustificables privilegios que ostentan
funcionarios judiciales (de los cuales la exención del Impuesto a las
Ganancias es sólo un ejemplo), sus ritos cortesanos, su actuar opaco y
su lógica predominantemente autoritaria, resulta necesario pero no
suficiente. Para promover un verdadero cambio es imprescindible ofrecer a
la sociedad un modelo alternativo de Justicia democrática, transparente
y eficaz en la defensa de los derechos humanos. Esto implica no sólo
redefinir sus objetivos institucionales, sino también desarrollar nuevos
métodos de organización y trabajo que hagan posible su consecución.
La discusión sobre las prácticas judiciales muchas veces es
descalificada por ciertos sectores “progresistas” que, bajo una
perspectiva sesgada, consideran que todo lo referido a la “gestión” es
patrimonio exclusivo de la derecha; y otras veces es banalizada por
quienes la entienden superficialmente como la aplicación de
procedimientos estandarizados para evaluar el desempeño judicial.
Nuestro enfoque pretende evitar tanto las perspectivas ingenuas como las
frívolas y, de esa manera, procuramos resaltar la necesidad de promover
nuevas prácticas judiciales que tornen realidad los objetivos sociales
que se enuncian en el plano discursivo para una “Justicia legítima”.
2 La función
esencial de la Justicia es velar por la vigencia de los derechos y
libertades fundamentales de las personas y no ser ciega ni insensible a
las desigualdades sociales imperantes. De su capacidad para desempeñar
eficazmente esta tarea depende buena parte de su legitimidad frente a la
sociedad. Pero para que los jueces puedan cumplir este rol deben estar
situados en una posición institucional que les permita hacerlo, lo cual
requiere de una serie de reformas sustanciales en la organización de la
actual administración de justicia.
En primer lugar, es preciso abandonar definitivamente el sistema
inquisitivo que aún rige las prácticas de la Justicia penal a nivel
federal y avanzar decididamente en la implementación de un sistema
adversarial. La separación de la función jurisdiccional (control de
garantías) y de la función de investigar los delitos e impulsar la
política criminal del Estado es un requisito esencial para que los
jueces dejen de ser inquisidores y vuelvan a ser jueces. Sólo así pueden
actuar con imparcialidad y resolver las pretensiones de las partes,
expresadas en una posición de igualdad.
Otro requisito indispensable es la separación de las funciones
jurisdiccionales y las funciones administrativas. Actualmente los jueces
no sólo resuelven las causas que se radican en sus juzgados, sino
también administran los recursos materiales y humanos que se les asignan
y definen su propia agenda de trabajo. Esto los distrae de sus
auténticas funciones y resulta sumamente ineficiente en términos de
gestión. Además, la facultad de administrar los recursos fomenta la
endogamia del Poder Judicial, ya que permite la designación cruzada de
“parientes y amigos”, y es entendida muchas veces como la principal
fuente de poder de los jueces. El control de la propia agenda de trabajo
explica en gran medida la morosidad judicial. Por eso los jueces
deberían dedicarse exclusivamente a resolver casos y la administración
de los recursos debería estar en manos de profesionales especializados.
Esto implica también que los jueces reasuman personalmente las
funciones jurisdiccionales en lugar de delegarlas en sus secretarios o
empleados. Para ello es necesario abolir definitivamente el trámite a
través de expedientes y organizar todo el proceso a partir de la
realización de audiencias públicas. Esto permitiría que los jueces tomen
conocimiento en forma directa de los hechos del caso y de las
pretensiones de las partes y que estén en mejor posición para
resolverlas conforme a derecho. Así se ganaría en eficiencia y calidad
de las decisiones. La oralidad garantiza además la publicidad de la
actuación de la Justicia y genera mayores condiciones de igualdad entre
las partes, desalentando el tráfico de influencias y el llamado “alegato
de oreja”. De esta manera, la actuación judicial adquiere mayor
transparencia y legitimidad.
Finalmente, se debe superar la estructura verticalista del Poder
Judicial e implementar una organización más horizontal (v.gr., un
colegio de jueces), en la cual los jueces no estén subordinados
jerárquicamente a sus “superiores”. La organización actual de la
judicatura obedece a un diseño institucional predemocrático, en el cual
la jurisdicción era delegada por el rey y podía ser reasumida por éste
siguiendo una vía jerárquica. La estructura horizontal propuesta no sólo
resulta más eficiente en términos de asignación de casos, sino también
más coherente con los principios del sistema republicano, pues garantiza
la independencia interna de los jueces. Esta propuesta es absolutamente
coherente, además, con la tan proclamada como frustrada implementación
del juicio por jurados.
3 Estas reformas
también deben alcanzar a la organización y prácticas del Ministerio
Público Fiscal y del Ministerio Público de la Defensa. En primer lugar,
se debe terminar con su organización refleja al Poder Judicial, que
establece fiscales y defensores para cada juzgado e instancia. Este
esquema de trabajo resulta completamente disfuncional para el
cumplimiento de los objetivos de estas instituciones, ya que dificulta
la asignación eficiente del trabajo y la aplicación de estándares
mínimos de actuación y calidad. Los conceptos de “fiscal natural” y
“defensor natural” son absolutamente ajenos a las funciones de estos
actores y deben ser erradicados.
El Ministerio Público Fiscal debe tender hacia una organización
flexible y dinámica, que esté al servicio de la política criminal del
Estado en lugar de ser un obstáculo para su aplicación. Se debe
redefinir el concepto de autonomía funcional de modo que no impida
orientar el trabajo de los fiscales hacia el cumplimiento de objetivos
institucionales previamente definidos. Paralelamente se deben establecer
mecanismos de rendición de cuentas y de control externo para evitar
manejos espurios en el ejercicio de la persecución penal.
Una responsabilidad primaria de los fiscales debe ser la dirección
de la policía, en función de una persecución penal respetuosa de los
derechos humanos, transparente y fundamentalmente eficaz para
desmantelar las redes de ilegalidad que azotan a la población. También
deben tener la facultad de aplicar criterios de oportunidad para
controlar el flujo de causas y racionalizar la utilización de los
recursos, asignándolos a los casos que más interesan perseguir y cuya
investigación es más compleja (delito organizado, lesa humanidad,
corrupción, narcocriminalidad, delitos económicos, etcétera).
La defensa pública es un actor clave para garantizar el acceso a la
Justicia de los sectores más vulnerables de la sociedad. Por ello, sin
descuidar su objetivo principal, que es la defensa de los intereses
individuales que le son confiados, debe desarrollar políticas
institucionales para enfrentar las prácticas de violaciones sistemáticas
de derechos y los problemas estructurales que dificultan el ejercicio
de la defensa en los casos particulares. La independencia técnica del
defensor no puede ser una excusa para omitir establecer estándares
mínimos de actuación tendientes a mejorar la calidad del servicio.
También debe adoptar una organización flexible que posibilite una
distribución eficiente de la carga de trabajo y una mejor asignación de
los recursos humanos disponibles, por ejemplo creando unidades
especializadas temáticamente. Además, debemos enfatizar que no se
alcanzará la pretendida “igualdad de armas” si no se dota de recursos
suficientes a la Defensa Pública para actuar en paridad respecto de los
órganos que ejercen la acusación.
Por último, se debe repensar seriamente el régimen de selección,
permanencia y remoción de los fiscales y defensores. No surge de nuestra
Constitución nacional que estos cargos deban ser vitalicios y esta
característica no necesariamente redunda en una persecución penal más
eficaz ni en un mejor servicio de defensa. Por el contrario, parece más
racional y acorde con el principio republicano designar a los fiscales y
defensores por un período determinado y supeditar su eventual
revalidación a una evaluación de su desempeño.
4 Si bien estas
reformas propuestas se centran principalmente en la Justicia Penal, sus
lineamientos principales son aplicables a los demás fueros (separación
de funciones administrativas y jurisdiccionales, colegio de jueces,
oralidad, publicidad, etc.). Por supuesto que estas breves notas no
abarcan todos los aspectos que presenta un proceso tan complejo como el
debatido. No hemos profundizado aquí sobre cuestiones muy importantes
como las instancias de participación ciudadana (juicios por jurados,
mecanismos de control, participación en los sistemas de selección de
jueces, fiscales y defensores) o los sistemas de gobierno de la
judicatura. Sólo hemos querido puntualizar –sin pretender ser
exhaustivos ni taxativos– una serie de cuestiones básicas que
consideramos condiciones de posibilidad para cualquier intento serio de
reformar la Justicia.
Posiblemente muchos actores de la administración de justicia,
incluso los menos conservadores, considerarán algunos de estos planteos
como pretenciosos o verán en ellos una amenaza a sus carreras, su poder o
sus privilegios. Por eso enfatizamos al principio de esta nota de
opinión que una verdadera reforma de la Justicia sólo puede venir de la
mano de la política y debe ser impulsada desde amplios sectores de la
sociedad. Esto no significa desmerecer el valor de la discusión actual
dentro del Poder Judicial. Los sectores progresistas de la
administración de justicia, que pugnan por una redefinición de las bases
de su legitimidad, constituyen un apoyo indispensable para el éxito de
la reforma. Sin embargo, la legitimidad política de este emprendimiento
está condicionada, a nuestro entender, a la construcción de una agenda
común con los movimientos sociales, los organismos de derechos humanos y
aquellos grupos o sectores políticos y sociales interesados en alcanzar
una sociedad más igualitaria.
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